María,
cuyo Nombre cantan los cielos y la tierra, ¡bendita seas!...
¡Bendito
sea el Nombre de María, Virgen y Madre!...
Su Festividad: 12 de Septiembre |
¿Por
qué tributamos alabanzas tan especiales al Nombre de María? ¿Por qué el Nombre
de María nos dice tanto? ¿Por qué repetimos sin más, sola ella, la palabra
¡MARÍA!...?
Hemos
oído tantas veces el Evangelio de la Anunciación en las Misas de la Virgen, que
nos sabemos más que de memoria estas palabras: Y la Virgen se llamaba María.
El
nombre de MARÍA junto con el Nombre adorable de Jesús, es lo más entrañable
que tenemos metido en nuestras almas. ¿Será preciso desatarnos ahora en
alabanzas al Nombre de María?
Porque
podríamos hacerlo con el romanticismo cariñoso de años atrás, cuando tenía
éxito seguro el canto con una letra como ésta:
Es
más dulce tu nombre, María, que el arrullo de tierna paloma, es más suave que
el plácido aroma que en su cáliz encierra la flor...
Y
muchos cantos por el estilo, hoy pasados totalmente de moda, y que casi nos
excitan un poquito la hilaridad y nos arrancan una sonrisa compasiva con los
soñadores de años atrás...
Nosotros,
sin dejar los encantos de una piedad mariana así de soñadora y tierna, lo
miramos desde otra perspectiva, y nos preguntamos: ¿Qué significa para María su
nombre? ¿Qué significa, sobre todo, para nosotros?..
Dejemos
a los estudiosos de la Biblia que se entretengan desentrañando las raíces de un
nombre tan hermoso. María, como ya se llamó la hermana de Moisés, era un nombre
muy común de mujer en Israel cuando los tiempos de Jesús. Y nos dicen los
filólogos que puede significar hermosa, señora, princesa, excelsa, encumbrada,
y no sé cuántas cosas más, a cada cual más bella y sugerente...
A
poco que leamos la Biblia, sabemos que cuando Dios elegía a uno para una misión
especial, Dios le escogía el nombre o le cambiaba el que ya tenía. Valga por
todos los casos el de Simón. Jesús lo mira de hito en hito, y le dice:
Tú
te llamas Simón. En adelante te llamarás Pedro, piedra, roca, porque sobre esta
roca yo edificaré mi Iglesia.
María
venía al mundo con la misión más alta, como era el ser La Madre de Dios, y, sin
embargo, ni escoge ni le cambia el nombre. Se llamará, simplemente, MARÍA el
nombre que le pusieron sus padres.
Ni
tan siquiera ha triunfado el nombre aunque haya triunfado la realidad con que
le llamó el Ángel La Agraciada, La Llena de Gracia, la colmada con todos los
dones y gracias de Dios...
¿Pero,
qué ha hecho la piedad cristiana? Le ha dado tantos nombres a la Virgen, que ya
no sabemos ni con cuál llamarla.
Y
la llamamos con el nombre de los misterios de su vida: Inmaculada Concepción,
Natividad, Purificación, Presentación, Anunciación, Encarnación, Soledad,
Dolores, Asunción...
Y
la llamamos con el nombre de sus advocaciones: Carmen, Merced, Rosario,
Socorro, Patrocinio, Auxiliadora, Con-suelo...
Y
la llamamos con el nombre de sus santuarios y apariciones: Loreto, Lourdes,
Fátima, Pilar, Guadalupe, Montserrat, Luján, Aparecida, Begoña, Nuria...
Y
sigamos y sigamos contando, porque la llamamos también con nombres locales
nuestros, tan queridos: Marielos, Suyapa, María Paz...Y cada una de nuestras
Repúblicas nos dictaría una lista bien interesante.
Todos
ellos son el mismo Nombre de María, pero desdoblado, como la luz en el prisma,
tal como lo siente y vive nuestra devoción a la Madre de Dios y Madre nuestra.
Más
importante es, sin embargo, la invocación constante que hacemos del Nombre de
María.
Las
veces que la llamamos con gritos del corazón.
Las
veces que nos dirigimos a Ella, diciéndole sólo ¡MARÍA! Que unas veces es un
grito de júbilo. O un grito de amor. O un grito de auxilio.
Porque
¡María! es un grito que se acomoda a todos los sentimientos de nuestro corazón
y a todas las situaciones de nuestra vida.
¿Cómo
responde María a nuestro saludo, cuando pronunciamos su Nombre? Nadie nos lo ha
dicho, pero no necesitamos mucha imaginación para suponerlo... ¡Con qué ojos y
con qué sonrisa que nos debe mirar! ¡Con qué cariño que se debe volcar sobre
nosotros!...
Como
lo hiciera un día con San Bernardo, el monje que pasa como el mayor devoto de
María. Cuando caminaba por los claustros de su monasterio, al pasar delante de
una imagen de la Virgen le inclinaba la cabeza y la saludaba: ¡Salve, María!. Y
así siempre. Hasta que un día ve cómo la imagen se anima, y responde muy
educada al saludo: ¡Salve, Bernardo!...