Todos quieren ser amos y ninguno el dueño de sí mismo

El Evangelio de la Misa (San Marcos 10,35-45) nos relata la petición que hicieron Santiago y Juan a Jesús de dos puestos de honor en su Reino. Después, los diez comenzaron a indignarse contra estos dos hermanos. Jesús les dijo entonces: Sabéis que los que figuran como jefes de los pueblos los oprimen, y los poderosos los avasallan. No ha de ser así entre vosotros; por el contrario, quien quiera llegar a ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, sea esclavo de todos. Y les da la suprema razón: porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en redención de muchos.

Una vez más aparece la cruda realidad de la vida del hombre en el ansia de poder y dominio, signo evidente de la huella dejada por el primer pecado de Adán y Eva al querer “ser como Dios”.

Queremos el dominio y el poder sobre los demás pero no podemos con nosotros mismos. Muchas veces decimos “No yo no puedo”. No con nosotros, sí con los otros.

Señor ayúdame a tener dominio sobre mi propia vida, sobre mi voluntad, sobre mis sentimientos, sobre mis adicciones, sobre mis miserias más profundas.

Los demás se indignaron porque en definitiva ellos también quería el primer lugar (cuántas veces criticamos a los demás por lo que quieren o hacen cuando en verdad en el corazón tenemos los mismos sentimientos y aspiraciones). ¿Por qué me enojo con el otro? ¿no será que yo quiero lo mismo?

El Evangelio de hoy es un buen “termómetro” que nos permite saber hasta qué punto hemos asimilado el mensaje de Cristo en nuestra vida personal. Nos permite concluir también que sin una luz particular del Espíritu Santo es imposible siquiera comprender la enseñanza de Cristo y tanto menos ponerla en práctica.

Nos recuerda San Pablo : “A nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres” (1Cor 4,9).

En diversas ocasiones proclamará el Señor que no vino a ser servido sino a servir. Toda su vida fue un servicio a todos, y su doctrina es una constante llamada a los hombres para que se olviden de sí mismos y se den a los demás. Recorrió constantemente los caminos de Palestina sirviendo a cada uno de los que encontraba a su paso. Se quedó para siempre en su Iglesia, y de modo particular en la Sagrada Eucaristía, para servirnos a diario con su compañía, con su humildad, con su gracia. En la noche anterior a su Pasión y Muerte, como enseñando algo de suma importancia, y para que quedara siempre clara esta característica esencial del cristiano, lavó los pies a sus discípulos, para que ellos hicieran también lo mismo.

La Iglesia, continuadora de la misión salvífica de Cristo en el mundo, tiene como quehacer principal servir a los hombres, por la predicación de la Palabra divina y la celebración de los sacramentos. Además, tomando parte en las mejores aspiraciones de los hombres y sufriendo al no verles satisfechos, desea ayudarles a conseguir su pleno desarrollo, y esto precisamente porque les propone lo que ella posee como propio: una visión global del hombre y de la humanidad.

Los cristianos, que queremos imitar al Señor, hemos de disponernos para un servicio alegre a Dios y a los demás, sin esperar nada a cambio; servir incluso al que no agradece el servicio que se le presta. En ocasiones, muchos no entenderán esta actitud de disponibilidad alegre. Nos bastará saber que Cristo sí la entiende y nos acoge entonces como verdaderos discípulos suyos. El «orgullo» del cristiano será precisamente este: servir como el Maestro lo hizo. Pero solo aprendemos a darnos, a estar disponibles, cuando estamos cerca de Jesús. «Al emprender cada jornada para trabajar junto a Cristo, y atender a tantas almas que le buscan, convéncete de que no hay más que un camino: acudir al Señor.

¡Solamente en la oración, y con la oración, aprendemos a servir a los demás!. De ella obtenemos las fuerzas y la humildad que todo servicio requiere.

La oración nos ayuda a ser humildes y sólo sentir las bendiciones del Señor, sin esperar nada a cambio de los hombres.

Nuestro servicio a Dios y a los demás ha de estar lleno de humildad, aunque alguna vez tengamos el honor de llevar a Cristo a otros, como el borrico sobre el que entró triunfante en Jerusalén. Entonces más que nunca hemos de estar dispuestos a rectificar la intención, si fuera necesario. «Cuando me hacen un cumplido –escribe el que más tarde sería Juan Pablo I–, tengo necesidad de compararme con el jumento que llevaba a Cristo el día de ramos. Y me digo: “¡Cómo se habrían reído del burro si, al escuchar los aplausos de la muchedumbre, se hubiese ensoberbecido y hubiese comenzado –asno como era– a dar las gracias a diestra y siniestra!... ¡No vayas tú a hacer un ridículo semejante...!”», nos advierte. Esta disponibilidad hacia las necesidades ajenas nos llevará a ayudar a los demás de tal forma que, siempre que sea posible, no se advierta, y así no puedan darnos ellos ninguna recompensa a cambio. Nos basta la mirada de Jesús sobre nuestra vida. ¡Ya es suficiente recompensa!

Qué gracia especial de Dios que se sirve de nosotros para que podamos hacer “un poco de bien” (San Luis Guanella)

Servicio alegre, como nos recomienda la Sagrada Escritura: Servid al Señor con alegría, especialmente en aquellos trabajos de la convivencia diaria que pueden resultar más molestos o ingratos y que suelen ser con frecuencia los más necesarios. La vida se compone de una serie de servicios mutuos diarios. Procuremos nosotros excedernos en esta disponibilidad, con alegría, con deseos de ser útiles. Encontraremos muchas ocasiones en la propia profesión, en medio del trabajo, en la vida de familia..., con parientes, amigos, conocidos, y también con personas que nunca más volveremos a ver. Cuando somos generosos en esta entrega a los demás, sin andar demasiado pendientes de si lo agradecerán o no, de si lo han merecido..., comprendemos que «servir es reinar.

Aprendamos de Nuestra Señora a ser útiles a los demás, a pensar en sus necesidades, a facilitarles la vida aquí en la tierra y su camino hacia el Cielo. Ella nos da ejemplo: «En medio del júbilo de la fiesta, en Caná, solo María advierte la falta de vino... Hasta los detalles más pequeños de servicio llega el alma si, como Ella, se vive apasionadamente pendiente del prójimo, por Dios». Entonces hallamos con mucha facilidad a Jesús, que nos sale al encuentro y nos dice: cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis.

Qué humildad la de una madre, dar continuamente a cambio de nada e incluso con el riesgo de recibir reproches.

Augusto Comte: “Vivir para los demás no es sólo la ley del deber, es también la ley de la felicidad.”

Que a lo largo de esta semana vivamos en el lugar que Dios nos pone sin querer siempre el primer lugar. Que nuestro servicio sea encontrando a Jesús. Que pueda tener dominio sobre mi vida.

Que sienta alegría al ser servidor de los demás, poniendo mis capacidades (que Dios me regaló) al servicio de todos.
¡¡¡Bendiciones!!!