La santidad, y por lo tanto la felicidad del hombre, consiste en
observar los preceptos de la caridad, aún cuando las pruebas sean grandes y
difíciles.
Cuando experimentamos alguna pena particular, alentémonos al ver que los
santos han padecido alegremente penas mayores.
Debemos trabajar con voluntad vigorosa, con espíritu alegre, porque si
es del agrado de Dios podemos brindar al prójimo un buen ejemplo de abnegación,
y así cumplimos con la voluntad de nuestra vocación.
Cualquier desventura que nos sobrevenga no debemos juzgarla una
desgracia, sino un cáliz de amorosa medicina.
No hay satisfacción que se pueda comparar con las del sufrimiento.
Es hermoso llorar con quien llora, mucho más hermoso es gemir para que
los demás puedan disfrutar de las delicias del Cielo.
Los padecimientos forman el baño que sirve para purificar el alma y que
pueda presentarse limpia a la presencia de Dios.
La escuela del dolor es la más eficaz que Dios usa con nosotros.
Sin padecer mucho es imposible a cualquiera alcanzar un grado de virtud
y prosperidad.
Dolores y alegrías se alternan en la vida: hace falta amar las
tribulaciones para ser dignos de consuelos que luego Dios otorgará en la
prosperidad.
Las dificultades son el sello de aprobación de nuestras obras.
Poco a poco, amorosamente, es necesario llevar el corazón de los jóvenes
por el camino espinoso de la Cruz, hacia la santificación.
Se desea que cada uno se acueste a la noche cansado y como molido a
palos, y así pueda dormirse satisfecho y feliz.
Cuantos mayores sean las pruebas a las que Dios quiera someterlos, tanto
mayores serán las gracias con las que Él los colmará.
Dios es el manantial inagotable de felicidad.
Nuestra penitencias, nuestro cilicio, lo constituya un trabajo enérgico.