Su Festividad: 23 de Septiembre |
(Gal 6,
14).
Padre Pío de Pietrelcina, al igual que el apóstol Pablo, puso en la cumbre de su
vida y de su apostolado la Cruz de su Señor como su fuerza, su sabiduría y su
gloria. Inflamado de amor hacia Jesucristo, se conformó a Él por medio de la
inmolación de sí mismo por la salvación del mundo. En el seguimiento y la
imitación de Cristo Crucificado fue tan generoso y perfecto que hubiera podido
decir «con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive
en mí» (Gal 2, 19). Derramó sin parar los tesoros de la gracia que Dios le había
concedido con especial generosidad a través de su ministerio, sirviendo a los
hombres y mujeres que se acercaban a él, cada vez más numerosos, y engendrado
una inmensa multitud de hijos e hijas espirituales.
Este dignísimo seguidor de
San Francisco de Asís nació el 25 de mayo de 1887 en Pietrelcina, archidiócesis
de Benevento, hijo de Grazio Forgione y de María Giuseppa De Nunzio. Fue
bautizado al día siguiente recibiendo el nombre de Francisco. A los 12 años
recibió el Sacramento de la Confirmación y la Primera Comunión.
Después de la ordenación
sacerdotal, recibida el 10 de agosto de 1910 en Benevento, por motivos de salud
permaneció en su familia hasta 1916. En septiembre del mismo año fue enviado al
Convento de San Giovanni Rotondo y permaneció allí hasta su muerte.
Enardecido por el amor a Dios
y al prójimo, Padre Pío vivió en plenitud la vocación de colaborar en la
redención del hombre, según la misión especial que caracterizó toda su vida y
que llevó a cabo mediante la dirección espiritual de los fieles, la
reconciliación sacramental de los penitentes y la celebración de la Eucaristía.
El momento cumbre de su actividad apostólica era aquél en el que celebraba la
Santa Misa. Los fieles que participaban en la misma percibían la altura y
profundidad de su espiritualidad.
En el orden de la caridad social se
comprometió en aliviar los dolores y las miserias de tantas familias,
especialmente con la fundación de la «Casa del Alivio del Sufrimiento», inaugurada el 5 de mayo de 1956. Para el Siervo de Dios la fe era
la vida: quería y hacía todo a la luz de la fe. Estuvo dedicado asiduamente a la
oración. Pasaba el día y gran parte de la noche en coloquio con Dios. Decía: «En
los libros buscamos a Dios, en la oración lo encontramos. La oración es la llave
que abre el corazón de Dios». La fe lo llevó siempre a la aceptación de la
voluntad misteriosa de Dios. Estuvo siempre inmerso en las
realidades sobrenaturales. No era solamente el hombre de la esperanza y de la
confianza total en Dios, sino que infundía, con las palabras y el ejemplo, estas
virtudes en todos aquellos que se le acercaban.
El amor de Dios le llenaba
totalmente, colmando todas sus esperanzas; la caridad era el principio
inspirador de su jornada: amar a Dios y hacerlo amar. Su preocupación
particular: crecer y hacer crecer en la caridad.
Expresó el máximo de su
caridad hacia el prójimo acogiendo, por más de 50 años, a muchísimas personas
que acudían a su ministerio y a su confesionario, recibiendo su consejo y su
consuelo. Era como un asedio: lo buscaban en la iglesia, en la sacristía y en el
convento. Y él se daba a todos, haciendo renacer la fe, distribuyendo la gracia
y llevando luz. Pero especialmente en los pobres, en quienes sufrían y en los
enfermos, él veía la imagen de Cristo y se entregaba especialmente a
ellos.Ejerció de modo ejemplar la virtud de la prudencia, obraba y aconsejaba a
la luz de Dios. Su preocupación era la gloria de Dios y el bien de las almas.
Trató a todos con justicia, con lealtad y gran respeto.
Brilló en él la luz de la
fortaleza. Comprendió bien pronto que su camino era el de la Cruz y lo aceptó
inmediatamente con valor y por amor. Experimentó durante muchos años los
sufrimientos del alma. Durante años soportó los dolores de sus llagas con
admirable serenidad. Aceptó en silencio las numerosas intervenciones de las
Autoridades y calló siempre ante las calumnias. Recurrió habitualmente a la
mortificación para conseguir la virtud de la templanza, de acuerdo con el estilo
franciscano. Era templado en la mentalidad y en el modo de vivir.
Consciente de los compromisos
adquiridos con la vida consagrada, observó con generosidad los votos profesados.
Obedeció en todo las órdenes de sus superiores, incluso cuando eran difíciles.
Su obediencia era sobrenatural en la intención, universal en la extensión e
integral en su realización. Vivió el espíritu de pobreza con total
desprendimiento de sí mismo, de los bienes terrenos, de las comodidades y de los
honores. Tuvo siempre una gran predilección por la virtud de la castidad. Su
comportamiento fue modesto en todas partes y con todos.
Se consideraba sinceramente inútil, indigno de los dones de Dios, lleno de
miserias y a la vez de favores divinos. En medio de tanta admiración del mundo,
repetía: «Quiero ser sólo un pobre fraile que reza».
Su salud, desde la juventud,
no fue muy robusta y, especialmente, en los últimos años de su vida, empeoró
rápidamente.
La hermana muerte lo
sorprendió preparado y sereno el 23 de septiembre de 1968, a los 81 años de
edad. La concurrencia a su funeral fue extraordinaria.
El 20 de febrero
de 1971, apenas tres años después de la muerte del Siervo de Dios, Pablo VI,
dirigiéndose a los Superiores de la orden Capuchina, dijo de él: «!Mirad qué
fama ha tenido, qué clientela mundial ha reunido en torno a sí! Pero, ¿por qué?
¿Tal vez porque era un filósofo? ¿Porqué era un sabio? ¿Porqué tenía medios a su
disposición? Porque celebraba la Misa con humildad, confesaba desde la mañana a
la noche, y era, es difícil decirlo, un representante visible de las llagas de
Nuestro Señor. Era un hombre de oración y de sufrimiento».
Ya durante su vida gozó de
notable fama de santidad, debida a sus virtudes, a su espíritu de oración, de
sacrificio y de entrega total al bien de las almas.
En los años siguientes a su
muerte, la fama de santidad y de milagros creció constantemente, llegando a ser
un fenómeno eclesial extendido por todo el mundo y a toda clase de personas.
De este modo, Dios
manifestaba a la Iglesia su voluntad de glorificar en la tierra a su Siervo
fiel. No pasó mucho tiempo hasta que la Orden de los Frailes Menores Capuchinos
realizó los pasos previstos por la ley canónica para iniciar la causa de
beatificación y canonización. Examinadas todas las circunstancias, la Santa
Sede, a tenor del Motu Proprio «Sanctitas Clarior» concedió el nulla osta el 29
de noviembre de 1982. El Arzobispo de Manfredonia pudo así proceder a la
introducción de la Causa y a la celebración del proceso de conocimiento
(1983-1990). El 7 de diciembre de 1990 la Congregación para las Causas de los
Santos reconoció la validez jurídica. Acabada la Positio, se discutió,
como es costumbre, si el Siervo de Dios había ejercitado las virtudes en grado
heroico. El 13 de junio de 1997 tuvo lugar el Congreso Peculiar de Consultores
teólogos con resultado positivo. En la Sesión ordinaria del 21 de octubre
siguiente, siendo ponente de la Causa Mons. Andrea María Erba, Obispo de
Velletri-Segni, los Padres Cardenales y obispos reconocieron que el Padre Pío
ejerció en grado heroico las virtudes teologales, cardinales y las relacionadas
con las mismas.
El 18 de diciembre de 1997,
en presencia de Juan Pablo II, fue promulgado el Decreto sobre la heroicidad de
las virtudes.
Para la beatificación del
Padre Pío, la Postulación presentó al Dicasterio competente la curación de la
Señora Consiglia De Martino, de Salerno (Italia). Sobre este caso se celebró el
preceptivo proceso canónico ante el Tribunal Eclesiástico de la Archidiócesis de
Salerno-Campagna-Acerno de julio de 1996 a junio de 1997 y fue reconocida su
validez con decreto del 26 de septiembre de 1997. El 30 de abril de 1998 tuvo
lugar, en la Congregación para las Causas de los Santos, el examen de la
Consulta Médica y, el 22 de junio del mismo año, el Congreso peculiar de
Consultores teólogos. El 20 de octubre siguiente, en el Vaticano, se reunió la
Congregación ordinaria de Cardenales y obispos, miembros del Dicasterio, siendo
Ponente Mons. Andrea M. Erba, y el 21 de diciembre de 1998 se promulgó, en
presencia de Juan Pablo II, el Decreto sobre el milagro.
El 2 de mayo de 1999 a lo
largo de una solemne Concelebración Eucarística en la plaza de San Pedro Su
Santidad Juan Pablo II, con su autoridad apostólica declaró Beato al Venerable
Siervo de Dios Pío de Pietrelcina, estableciendo el 23 de septiembre como fecha
de su fiesta litúrgica.Para la canonización del Beato Pío de Pietrelcina, la
Postulación ha presentado al Dicasterio competente la curación del pequeño Mateo
Pio Colella de San Giovanni Rotondo. Sobre el caso se ha celebrado el regular
Proceso canónico ante el Tribunal eclesiástico de la archidiócesis de
Manfredonia‑Vieste del 11 de junio al 17 de octubre del 2000. El 23 de octubre
siguiente la documentación se entregó en la Congregación de las Causas de los
Santos. El 22 de noviembre del 2001 tuvo lugar, en la Congregación de las Causas
de los Santos, el examen médico. El 11 de diciembre se celebró el Congreso
Particular de los Consultores Teólogos y el 18 del mismo mes la Sesión Ordinaria
de Cardenales y Obispos. El 20 de diciembre, en presencia de Juan Pablo II, se
ha promulgado el Decreto sobre el milagro y el 26 de febrero del 2002 se
promulgó el Decreto sobre la canonización.
Oración por los Enfermos
Santo padre Pío, ya que
durante tu vida terrena mostraste un gran amor por los enfermos y afligidos,
escucha nuestros ruegos e intercede ante el Padre misericordioso por los que
sufren. Asiste desde el cielo a todos los enfermos del mundo; sostiene a quienes
han perdido toda esperanza de curación; consuela a quienes gritan o lloran por
sus tremendos dolores; protege a quienes no pueden atenderse o medicarse por
falta de recursos materiales o ignorancia; alienta a quienes no pueden reposar
porque deben trabajar; alivia a quienes buscan en la cama una posición menos
dolorosa; acompaña a quienes pasan las noches insomnes; visita a quienes ven
que la enfermedad frustra sus proyectos; alumbra a quienes pasan una
"noche oscura" y desesperan; toca los miembros y músculos que han
perdido movilidad; ilumina a quienes ven tambalear su fe y se sienten atacados
por dudas que los atormentan; apacigua a quienes se impacientan viendo que no
mejoran; calma a quienes se estremecen por dolores y calambres; concede
paciencia, humildad y constancia a quienes se rehabilitan; devuelve la paz y la
alegría a quienes se llenaron de angustia; disminuye los padecimientos de los
más débiles y ancianos; vela junto al lecho de los que perdieron el
conocimiento; guía a los moribundos al gozo eterno; conduce a los que más lo
necesitan al encuentro con Dios; y bendice abundantemente a quienes los asisten
en su dolor, los consuelan en su angustia y los protegen con caridad. Amén.