Jueves,
después de la Solemnidad Santísima Trinidad (Donde esta solemnidad no es
precepto, se celebra el domingo después de la Solemnidad de la Santísima Trinidad)
«Mi
carne es verdadera comida,
y
mi Sangre verdadera bebida;
el
que come mi Carne, y bebe mi Sangre,
en
Mí mora, y Yo en él.»
(Jn 6, 56-57)
Esta
fiesta se comenzó a celebrar en Lieja en 1246, siendo extendida a toda la
Iglesia occidental por el Papa Urbano IV en 1264, teniendo como finalidad
proclamar la fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Presencia
permanente y substancial más allá de la celebración de la Misa y que es digna
de ser adorada en la exposición solemne y en las procesiones con el Santísimo
Sacramento que entonces comenzaron a celebrarse y que han llegado a ser
verdaderos monumentos de la piedad católica. Ocurre, como en la solemnidad de
la Trinidad, que lo que se celebra todos los días tiene una ocasión exclusiva
para profundizar en lo que se hace con otros motivos. Este es el día de la
eucaristía en sí misma, ocasión para creer y adorar, pero también para conocer
mejor la riqueza de este misterio a partir de las oraciones y de los textos
bíblicos asignados en los tres ciclos de las lecturas.
El Espíritu Santo después del dogma de la
Trinidad nos recuerda el de la Encarnación, haciéndonos festejar con la Iglesia
al Sacramento por excelencia, que, sintetizando la vida toda del Salvador,
tributa a Dios gloria infinita, y aplica a las almas, en todos los tiempos, los
frutos extraordinarios de la
Redención. Si Jesucristo en la cruz nos
salvó, al instituir la Eucaristía la víspera de su muerte, quiso en ella
dejarnos un vivo recuerdo de la Pasión. El altar viene siendo como la
prolongación del Calvario, y la misa anuncia la muerte del Señor. Porque en
efecto, allí está Jesús como una víctima, pues las palabras de la doble
consagración nos dicen que primero se convierte el pan en Cuerpo de Cristo, y
luego el vino en Su Sangre, de manera que, ofrece a su Padre, en unión con sus
sacerdotes, la sangre vertida y el cuerpo clavado en la Cruz.
La Hostia santa se convierte en «trigo que
nutre nuestras almas». Como Cristo al ser hecho Hijo de recibió la vida eterna
del Padre, los cristianos participan de Su eterna vida uniéndose a Jesús en el
Sacramento, que es el símbolo más sublime, real y concreto de la unidad con la
Víctima del Calvario.
Esta posesión anticipada de la vida divina acá
en la tierra por medio de la Eucaristía, es prenda y comienzo de aquella otra
de que plenamente disfrutaremos en el Cielo, porque «el Pan mismo de los
ángeles, que ahora comemos bajo los sagrados velos, lo conmemoraremos después
en el Cielo ya sin velos» (Concilio de Trento).
Veamos en la Santa Misa el centro de todo
culto de la Iglesia a la Eucaristía, y en la Comunión el medio establecido por
Jesús mismo, para que con mayor plenitud participemos de ese divino Sacrificio;
y así, nuestra devoción al Cuerpo y Sangre del Salvador nos alcanzará los frutos
perennes de su Redención.
Secuencia
Pregona
su gloria cuanto puedas, porque Él está sobre toda alabanza, y jamás podrás
alabarle lo bastante.
El
tema especial de nuestros loores es hoy el Pan vivo y que da Vida.
El
cual no dudamos fue dado en la mesa de la Sagrada Cena a los doce Apóstoles.
Sea,
pues, llena, sea sonora, sea alegre, sea pura la alabanza de nuestra alma.
Porque
celebramos solemnemente el día en que este divino Banquete fue instituído.
En
esta mesa del nuevo Rey, la Pascua nueva de la Nueva Ley pone fin a la Pascua
antigua.
Instruídos,
con sus santos mandatos, consagramos el pan y el vino, que se convierten en
Hostia de salvación.
Es
dogma para los cristianos, que el pan se convierte en carne, y el vino en
sangre.
Lo
que no comprendes y no ves, una fe viva lo atestigua, fuera de todo el orden de
la naturaleza.
Bajo
diversas especies, que son accidente y no sustancia, están ocultos los dones
más preciados.
Su
Carne es alimento y Su Sangre bebida; mas todo entero está bajo cada especie.
Se
recibe íntegro, sin que se le quebrante ni divida; recíbese todo entero.
Recíbelo
uno, recíbenlo mil; y aquél le toma tanto como éstos, pues no se consume al ser
tomado.
Recíbenlo
los buenos y los malos; pero con desigual resultado, pues sirve a unos de vida
y a otros de condenación y muerte.
Es
muerte para los malos, y vida para los buenos;
mira cómo un mismo alimento produce efectos tan diversos.
Cuando
se divide el Sacramento, no vaciles, sino recuerda que Jesucristo tan entero
está en cada parte como antes en el todo.
Ninguna
partición hay en la sustancia, tan sólo hay partición de los accidentes, sin
que se disminuya ni el estado, ni la estatura del que está representado.
He
aquí el Pan de los Ángeles, hecho alimento de viandantes; es verdaderamente el
Pan de los hijos, que no debe ser echado a los perros.
Estuvo ya representado por las figuras de la
antigua Ley, en la inmolación de Isaac, en el sacrificio del Cordero Pascual, y
en el Maná dado a nuestros padres.
Buen
Pastor, Pan verdadero, ¡oh Jesús! apiádate de nosotros. Apaciéntanos y
protégenos; haz que veamos los bienes en la tierra de los vivientes.
Tú, que todo los sabes y puedes, que nos
apacientas aquí cuando somos aún mortales, haznos allí tus comensales,
coherederos y compañeros de los santos ciudadanos del Cielo. Amén. Aleluya.
Procesión
del Corpus Christi
Las procesiones son a modo de públicas
manifestaciones de fe; y por eso la Iglesia las fomenta y favorece hasta con
indulgencias. Pero la más solemne de
todas las procesiones es la de Corpus Christi. En ella se cantan himnos
sagrados y eucarísticos de Santo Tomás de Aquino, el Doctor Angélico y de la
Eucaristía. Algunos de los himnos
utilizados tradicionalmente son: Pange
lengua; Sacris solemniis; Verbum supérnum; Te Deum, al terminar la procesión; y, Tantum ergo, al volver de la procesión, en torno del altar para finalizar.